Durante más de una semana la discusión pública en México ha girado alrededor de José Ramón López Beltrán, el hijo mayor del presidente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Un reportaje de Latinus y Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, que transmitimos en el programa que conduzco, señala que ha vivido en mansiones en Houston, Texas, una de ellas vinculada con una empresa petrolera que tiene contratos con el gobierno mexicano. La respuesta de su papá ha sido acusarme de “corrupto, golpeador, mercenario y sin principios”.
El acoso a periodistas desde la presidencia lleva más de tres años. Ha crecido desde hace unos meses desde la sección “Quién es quién en las mentiras” de su conferencia matutina, dedicada exprofeso a estigmatizar a periodistas —la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha pedido suspenderla— y con acciones digitales posteriores por medio de un ejército propagandístico. El tono circense y ridículo que ha adquirido esa práctica hace que a veces sea tomado con burla y como chiste cotidiano, cuando en realidad debería ser inadmisible.
Lo dije desde antes de que comenzara esta administración: Andrés Manuel López Obrador es una amenaza a la libertad de expresión. Cada día refrenda la validez de esa afirmación y es cada vez más real.
Esta semana los ataques directos no han sido solo hacia mí, sino incluso hacia periodistas con los que simpatizaba antes. En lo que va del año, han sido asesinados cuatro periodistas en el país. En su sexenio van 29, según Artículo 19, quien ha señalado que el Estado es la mayor amenaza contra la prensa.
No solo esa organización y la CIDH han hecho peticiones y emitido alertas —en distintos momentos y en crecientes tonos— sobre el proceder del presidente de México frente a los periodistas, también Human Rights Watch, Reporteros Sin Fronteras, la Sociedad Interamericana de Prensa o el Comité para la Protección a Periodistas. Han señalado un abierto y sistemático abuso de poder del presidente al calumniar e insultar, desde su posición, a la prensa.
Colocar en la mira a los periodistas que no se someten a él viene ligado a que, tres años después de haber llegado al poder, al presidente ya solo le queda una convicción: él mismo. Las otras se han ido derrumbando.
Su promesa de regresar al Ejército a los cuarteles se convirtió en un gobierno militarista. Su histórico slogan de “primero los pobres” se convirtió en que haya 3.8 millones más de personas en pobreza. Su compromiso de luchar contra la corrupción se convirtió en casos frecuentes de familiares o funcionarios cercanos realizando esos actos.
Lo mismo ha sucedido con su falta de cumplimiento con el sistema de salud, el abasto de medicinas, sus megaproyectos como el aeropuerto Felipe Ángeles, la refinería Dos Bocas o el Tren Maya, la economía, la migración, el uso de energías limpias o su promesa de ser un presidente feminista.
El último de sus cuentos en caer fue el del presidente austero. Llevaba tres años criminalizando a todo aquel que aspira a una vida mejor. El presidente, en sus conferencias, ha cuestionado para qué se quiere tener más de un par de zapatos, para qué estudiar una maestría o doctorado, o para qué tener una tarjeta de crédito. Ha fustigado constantemente lo que considera “aspiraciones” de la clase media, pero ante el escándalo de las mansiones de las que ha gozado su hijo en Houston, solo ha señalado que “al parecer” su nuera “tiene dinero”.
Es por este fracaso en todos los frentes que el presidente intensifica sus denuestos y calumnias contra los que documentamos lo que no quiere que se sepa, en medio de uno de los años más violentos contra periodistas en México. Por eso el pasmoso despliegue de insensibilidad cuando, ante la pregunta sobre estos asesinatos, él solo pudo pensar en sí mismo y pidió a sus opositores que no usen estos hechos para “atacar a su administración”. También ha dicho que no habrá impunidad en estos crímenes, pero la realidad es que 90% de ellos siguen sin resolverse.
No es que AMLO no se dé cuenta de lo inapropiado de su conducta. Es que su cruzada contra la libertad de expresión es sistemática y no se detiene ante nada en su ya vano afán de sostener la apariencia que le permitió llegar al poder: la de un hombre incorruptible, honesto y demócrata.
Desde el periodismo se han documentado hechos ilegales o inmorales sobre familiares, colaboradores cercanos y aliados políticos que han derruido esa fachada. La respuesta del presidente ha sido siempre la misma: justificarlos y cubrirlos de impunidad. Al hacerlo, él mismo ha contribuido al derrumbe de esa apariencia que creó en su campaña.
El periodismo documenta los hechos, pero estos son responsabilidad de quienes los llevan a cabo, no de los periodistas que los revelan. Es una obviedad, sobraría decirlo, pero para un gobierno lleno de propaganda como el que encabeza AMLO, es casi natural considerar que si la prensa no documentara la corrupción, esta dejaría de existir. Eso explica la reacción: su objetivo es que los periodistas ya no hagamos nuestro trabajo, y que nos comportemos como una corte contratada de aplaudidores y justificadores.
La libertad de expresión es la primera en una democracia. Si cae esa, caen las demás. El asedio desde el poder a quienes la ejercemos no es compatible de ninguna forma con un gobierno democrático. Este ha rendido esa convicción al acosar a la prensa crítica y a los periodistas independientes, al destruir de manera sistemática la autonomía de los organismos dedicados a vigilar al gobierno, y al cerrar el diálogo con los millones de mexicanos que no militan en su movimiento al sustituirlo con descalificaciones y condenas morales.
A AMLO solo le queda una convicción: él mismo, su imagen y su obsesión con pasar a la historia. No sorprende que su gobierno, que no tiene otras convicciones ni resultados, viva de la propaganda. Y que vea como su enemigo número uno al periodismo y a quienes lo ejercemos.